lunes, 26 de noviembre de 2012

Aguafuerte: Un vistazo a mi historia

Los rayos de sol que entraban en la habitación me despertaron de la siesta aquel día. Tardé unos cuantos minutos en decidir levantarme de la cama y bajar la retorcida escalera. Los años no lograron modificar en nada mi costumbre. Todos los días a las cinco de la tarde, me sentaba en la terraza a observar a la gente que transitaba por la plaza mientras tomaba mi té con vainillas.

Sentarme en la terraza era mi parte favorita del día. Me gustaba observar a aquellas personas que jugaban a la pelota en el pequeño playón, a los grupos de amigos tomando mates, al que salía a pasear con su perro, inclusive a aquel que sólo pasaba por allí para seguir su camino, al trabajo, colegio o dónde fuere que se dirigiera. El lugar me hacía sentir que todo era como en los viejos tiempos, pero eso era simplemente lo que yo quería creer.

En un momento de reflexión, recordé con melancolía todos los lugares que eran parte cotidiana de mi vida y ya no estaban. El viejo almacén y el kiosco decayeron después de la inauguración del gran mercado mayorista. A mi alrededor sólo se podían apreciar algunas casitas antiguas opacadas por la inmensidad de los nuevos edificios. Del otro lado de la plaza, donde solía haber una hermosa escuelita, grandes cercos de obra anunciaban la próxima apertura de una inmobiliaria. Inclusive, aquel tramo de la calle Santa Fe que se caracterizaba por ser tan transitado, estaba invadido más que nunca de bocinas y embotellamientos.

Todas estas cosas me hacían pensar en lo poco que valoraba lo que me rodeaba en esa época, lo poco que apreciaba la sencillez de ese barrio cuando todavía la imagen de la gran ciudad no había irrumpido completamente en él. Me aliviaba mirar hacia la izquierda y ver, que aún podía deleitarme con el panorama de la gente entrando y saliendo de la Terminal. Todavía seguía allí, ese lugar tan influyente en mi vida y que me hacía revivir esas sensaciones de la libertad de la juventud. Recordaba los días en que iba sin conocer los horarios y algunas veces, inclusive, sin conocer el destino al que me dirigía. Era algo tan insignificante y tan aventurero a la vez.

La mayoría de esos momentos sólo podía revivirlos en mi memoria, y pasando un rato observando la plaza que aún mantenía su esencia. Mientras divagaba en mi memoria, el sonido del timbre me devolvió a la realidad. Un rostro joven con una gran sonrisa me saluda desde la vereda sacudiendo la mano con mucha energía.

Al abrir la puerta, la soledad que me generaba la casa fue interrumpida por un gran abrazo. Cuando miré nuevamente su cara, me sentí plantada frente a un espejo que reflejaba la vitalidad y picardía de aquellos días de mi juventud. Como todo adolescente, no se sintió invadida por la melancolía del momento, e interrumpió esa sensación gritándome desde la cocina. “¡Abuela! ¿Hacemos unos mates?”

Galindo, Maite

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