Sentarme
en la terraza era mi parte favorita del día. Me gustaba observar a aquellas
personas que jugaban a la pelota en el pequeño playón, a los grupos de amigos
tomando mates, al que salía a pasear con su perro, inclusive a aquel que sólo
pasaba por allí para seguir su camino, al trabajo, colegio o dónde fuere que se
dirigiera. El lugar me hacía sentir que todo era como en los viejos tiempos,
pero eso era simplemente lo que yo quería creer.
En
un momento de reflexión, recordé con melancolía todos los lugares que eran
parte cotidiana de mi vida y ya no estaban. El viejo almacén y el kiosco
decayeron después de la inauguración del gran mercado mayorista. A mi alrededor
sólo se podían apreciar algunas casitas antiguas opacadas por la inmensidad de
los nuevos edificios. Del otro lado de la plaza, donde solía haber una hermosa
escuelita, grandes cercos de obra anunciaban la próxima apertura de una
inmobiliaria. Inclusive, aquel tramo de la calle Santa Fe que se caracterizaba
por ser tan transitado, estaba invadido más que nunca de bocinas y
embotellamientos.
Todas
estas cosas me hacían pensar en lo poco que valoraba lo que me rodeaba en esa época,
lo poco que apreciaba la sencillez de ese barrio cuando todavía la imagen de la
gran ciudad no había irrumpido completamente en él. Me aliviaba mirar hacia la
izquierda y ver, que aún podía deleitarme con el panorama de la gente entrando
y saliendo de la Terminal. Todavía seguía allí, ese lugar tan influyente en mi
vida y que me hacía revivir esas sensaciones de la libertad de la juventud.
Recordaba los días en que iba sin conocer los horarios y algunas veces,
inclusive, sin conocer el destino al que me dirigía. Era algo tan
insignificante y tan aventurero a la vez.
La
mayoría de esos momentos sólo podía revivirlos en mi memoria, y pasando un rato
observando la plaza que aún mantenía su esencia. Mientras divagaba en mi
memoria, el sonido del timbre me devolvió a la realidad. Un rostro joven con
una gran sonrisa me saluda desde la vereda sacudiendo la mano con mucha
energía.
Al
abrir la puerta, la soledad que me generaba la casa fue interrumpida por un
gran abrazo. Cuando miré nuevamente su cara, me sentí plantada frente a un
espejo que reflejaba la vitalidad y picardía de aquellos días de mi juventud.
Como todo adolescente, no se sintió invadida por la melancolía del momento, e
interrumpió esa sensación gritándome desde la cocina. “¡Abuela! ¿Hacemos unos
mates?”
Galindo, Maite
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